sábado, 28 de enero de 2017

Miguel De Unamuno y el Ajedrez

Buenos Aires, sábado 28 de enero de 2017
Hoy te entregamos Nuestro Círculo Nº 755, “Miguel de Unamuno y el ajedrez”.          
                   
Cordialmente
Arqto. Roberto Pagura, arquitectopagura@gmail.com

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Nuestro Círculo


 Año 16  Nº 755                                                 Semanario de Ajedrez                                         4 de febrero de  2017



MIGUEL DE UNAMUNO
Y EL AJEDREZ


Por Sergio E. Negri.

El juego lo cautivó claramente en su infancia y adolescencia (en su biblioteca personal que se halla en su Casa Museo de Salamanca se conserva un curso de ajedrez del excampeón mundial, Enmanuel Lasker y una suscripción a la revista Ajedrez español) pero, cuando temió que se transformara en una obsesión, sabría tomar demasiadas distancias en una fase ulterior y, en esa etapa de su existencia, comenzó a hacerle furibundas críticas a una actividad que tanto antes lo había conmovido.
De esta postrera mirada, puede verse en un texto publicado originalmente en el diario La Nación de Buenos Aires el 2 de julio de 1910 (luego incluido en su libro de ensayos Contra esto y aquello que es de 1912), titulado precisamente Sobre el ajedrez, donde fijará postura en el asunto.
Unamuno, escribió esas líneas al tomar conocimiento de una carta que, en el año del Centenario de la República Argentina, José Pérez Mendoza, presidente del Club Argentino de Ajedrez y notorio historiador y mecenas del juego, dirige a Enrique de Vedia, director del Colegio Nacional de Buenos Aires (asociado a aquella entidad señera), pidiéndole la introducción del ajedrez en los colegios. El español se manifestó contrariado con esa posibilidad.

En la nota en cuestión, comienza hablando de su vinculación con el ajedrez. Situando las cosas en una aldea de Guernica, comenzará diciendo: “Nunca olvidaré –me contaba una vez un cura de aldea, socarrón y malicioso-, nunca olvidaré mi primera visita a un pueblo ´civilizado´…me llevó al Casino…Empecé a recorrerlo, encogido y medroso, y hubo de llamarme la atención un grupo de cuatro personas, agrupadas en silencio en torno a una mesita y sin levantar sus cabezas de ella.  Su mutismo y su recogimiento atrajeron mi atención. Me acerqué al grupo y el romperse el silencio para que uno de los cuatro caballeros exclamara: ´¡Si hace usted eso, le como el caballo!´, y otro le replicó: ´en ese caso, le comeré yo la torre´. Estas palabras me transformaron: ¡Un señor que dice va a comerse un caballo, y otro que le explica que comerá una torre! Me aparté de allí, no sin cierto temor…Tal fue mi primera impresión de lo que es una sociedad civilizada…”.
A partir de allí, y así lo habrá de reconocer, Unamuno caerá “bajo la seducción de la mansa e inofensiva locura del ajedrecismo” por lo que, durante sus años de carrera en Madrid, habrá domingos en los que invertirá más de de diez horas en jugar al ajedrez por lo que, en su perspectiva “Este juego, en efecto, llegó a constituir para mí un vicio, un verdadero vicio…”.
Unamuno se felicita a sí mismo por ser un hombre de recia voluntad, por lo que le agradece a Dios haber podido apartarse de este vicio en el que se había convertido el ajedrez el que pasó, a parir de ese alejamiento, a desplegar en forma intermitente. Es que siempre, y pese a jugarlo bien, tuvo presente el aforismo que dice: “…el ajedrez, para juego, es demasiado, y para estudio demasiado poco”.
Sobre la misiva de Pérez Mendoza premencionada, en principio parece igualmente valorarla, ya que asegurará: “La carta honra a quien la ha escrito, pues que demuestra cuán en serio toma su ajedrez, y siempre es digno de todo respeto y de todo elogio el que toma algo en serio, y más en días que

corremos. Y el que se toma muy en serio un juego, un deporte, es una enseñanza, una advertencia y un reproche para tantos como hay que toman en juego las cosas más serias”.
Sin embargo, pasa sin solución de continuidad a cuestionar duramente la propuesta que en ella se contiene. En una muestra que parece ser de fina ironía, se dirigirá a su interlocutor en estos términos: “…usted, que es educacionista y por ende ajedrecista”; y, apelando a su propia experiencia personal, agregará: “Eso de que un educacionista tenga que ser ajedrecista, la verdad, no acabo de comprenderlo. Yo que, como he dicho, fui ajedrecista y hasta maniático del ajedrez en mi juventud, no veo las relaciones entre el juego de ajedrez y la pedagogía. Pensaré en ello, sin embargo. Aunque por ahora, temo tratar a mis alumnos y discípulos como peones, alfiles, caballos y torres de ajedrez”.
En cuanto a la hipótesis frecuentemente esgrimida de que el ajedrez alienta la caballerosidad, plantea un gran reparo: opina que ello no se da por la vigencia de un sentimiento no necesariamente virtuoso: el del “amor propio”. Sobre el punto aclarará: “…he presenciado disputas muy agrias ocasionadas por el ajedrez. Y se comprende. Como los dos jugadores juegan con los mismos elementos, dispuestos del mismo modo, no cabe atribuir al acaso la derrota. El que pierde, pierde porque se descuidó más que el otro, no porque juega menos que él. Y así sucede que en ningún juego se interesa más el amor propio que en el ajedrez…Es muy caballeresco este juego, sí, pero llega a engendrar verdaderas antipatías, así como engendra simpatías. El amor propio queda muy al descubierto en él, y lo más educativo que tiene es el enseñarnos a dominarlo…”.
En lo relacionado a su contribución a la cultura, tampoco será complaciente: es que verá un conflicto entre juego y sociabilidad ya que: “En mi época de ajedrecimanía solía yo jugar con un ancianito que no parecía vivir sino para el ajedrez. Todas las tardes me pasaba dos o tres horas jugando con él. Y jamás supe sino su nombre….Dos hombres pueden pensar y sentir del modo más opuesto, ser en el fondo incompatibles el uno con el otro, y juntarse a jugar al ajedrez…Un club ajedrecista es lo más opuesto a una iglesia cualquiera, a un centro de comunión espiritual. El ajedrez puede llegar a ser uno de los medios de juntarse las personas sin comprometer en esta junta sus almas”.
Por último, sobre el clásico razonamiento en cuanto a que el ajedrez contribuye a la inteligencia, lo pone también en duda, siguiendo para ello los argumentos del escritor norteamericano Poe cuando, en su cuento Los asesinos de la Rue de la Morgue se distingue la diferencia entre calcular y  analizar, no asignándole al ajedrez más que un valor vinculado a la primera de esas acciones (ver Edgar Allan Poe y su diatriba que enriqueció al ajedrez).
Unamuno, parece reconocerle a un juego que tanto había amado, sólo su aporte a la psicología práctica, en la constatación de que en él  se dan todos los perfiles posibles: “Uno juega por jugar, otro por inventar jugadas, otro para ganar, uno se distrae, otro cuenta con las distracciones ajenas, éste charla para confundir a su adversario y engañarle, aquél parece atender a un lado del tablero cuando en realidad se fija en otro…”.
Esa supuesta detectada cualidad, por la forma en que es descripta, tampoco significa por cierto un gran elogio al ajedrez habida cuenta del sarcasmo con que se presenta el argumento. Y esa idea se termina de redondear cuando aclara que, esa clase de perfiles psicológicos, también pueden ser advertidos a partir de la observación del comportamiento de los participantes en juegos de naipe.
El pensador español no deja de ver en el ajedrez comunes denominadores con los juegos de baraja. A su juicio en aquél, si bien el cálculo está presente, no está ausente el componente del azar: “Y lo que salva al ajedrez de ser una cosa puramente mecánica es precisamente el elemento de azar que su complicación misma lleva consigo: el poder contar con los descuidos del adversario. Pero es indudable que hace falta más cálculo para idear el modo de dar mate…”.
En otra comparación posible, que a lo largo de la historia se ha venido formulando, la del ajedrez con las matemáticas, a criterio de Unamuno el juego sale del todo desfavorecido: “El ajedrez tiene, sin duda, alguna de las ventajas, pero tiene casi todos los inconvenientes de las matemáticas.  Y yo no encomendaría un asunto delicado a un puro matemático. Las matemáticas, dadas sin compensación ni contraveneno, son funestísimas para el espíritu. Son como el arsénico, que en debida proporción fortifica y en pasando de ella mata…He conocido muchos jugadores de ajedrez y he jugado a su juego con muchos de ellos. Y debo declarar que la mayor pericia en el juego no coincidía necesariamente con la mayor inteligencia… El ser un coloso en el ajedrez, como un Philidor, un Morphy, un Steinitz, un Tchigorin…un Lasker…, no prueba sino que se es un coloso en el ajedrez. En lo demás puede ser coloso, ordinario o pigmeo”.
Si el  autor parece haber herido al ajedrez gravemente, a partir de estos juicios de valor que comportan una clara minusvaloración de su relevancia, es aún más inquietante con lo que sugiere en el final de este trabajo donde llegar a creer vislumbrar cierto déficit en España de talentos científicos, artísticos y literarios.
Unamuno, que en esa nota de La Nación parece haber sabido despertar algunos de sus fantasmas interiores, culminará diciendo: “…entre los nombres de los jugadores famosos de los grandes maestros de ajedrez, figura un número de apellidos españoles mayor que el que figura entre los nombres famosos en ciencias, artes y letras…Algo se me ocurre a este respecto, pero al haber alargado ya lo bastante este escrito, me impide, afortunadamente, el decirlo aquí. Tal vez es mejor para callado”.
Además de haber Unamuno caído en cierto momento de su existencia en las redes pasionales del ajedrez, a lo largo de su vastísima obra literaria no dejaría de aludir a un juego que, por lo visto, nunca le fue indiferente.
En torno al casticismo, una serie de ensayos que son de 1895,  hace sus primeras referencias al ajedrez. Al cuestionar a los tradicionalistas mencionará: “Lo que les pasa es que el presente les aturde, les confunde y marea, porque no está muerto, ni en letras de molde, ni se deja agarrar como una osamenta, ni huele a polvo, ni lleva en la espalda certificados. Viven en el presente como sonámbulos, desconociéndolo e ignorándolo, calumniándolo y denigrándolo sin conocerlo, incapaces de descifrarlo con alma serena. Aturdidos por el torbellino de lo inorgánico, de lo que se revuelve sin órbita, no ven la armonía siempre `in fieri` de lo eterno, porque el presente no se somete al tablero de ajedrez de su cabeza”.
Por otro lado, más con angustia que con resignación, observará: “Los jóvenes mismos envejecen, o más bien se avejentan en seguida, se formalizan, se acamellan, encasillan y cuadriculan, y volviéndose correctos como un corcho pueden entrar de peones en nuestro tablero de ajedrez, y si se conducen como buenos chicos ascender a alfiles”.
En el género teatral Unamuno debuta en 1898 con La esfinge, en uno de cuyos parlamentos, en forma algo airada, uno de los personajes, refiriéndose a sí misma, aclarará: “¡Eufemia no es una pieza de ajedrez!”.
En 1899, en otro trabajo ensayístico, titulado De la enseñanza superior en España, Unamuno, al analizar la distribución de los programas de estudio por asignaturas, a las que considera que conforman “una distribución ajedrezaica” que mucho no lo complacían (ya que, a su juicio, no permiten a los estudiantes sentir lo que es la ciencia), habrá de agregar: “…con toda esa escolástica fomenta la pereza mental. Todo ello es una combinatoria para preparar un mate en el tablero, porque la realidad es, según las asignaturas, un juego de ajedrez”.
En el mismo sentido abundará: “El que sea incapaz de hacer la ley y deshacerla, es incapaz de interpretarla ni aplicarla con acierto.Los médicos sin fisiología —para muchos de ellos no es ésta más que teoría— no son médicos; no son más que curanderos, y curanderos que en realidad no curan. Ante un conjunto de síntomas los barajan y combinan, acuden a su ajedrez para hacer el diagnóstico, y si no dan con el encasillado en su tablero patológico, cosa perdida. Y así les pasa a los ingenieros sin matemáticas, aunque con tablas y memoranda”.
Del sentimiento trágico de la vida es un trabajo de tono filosófico aparecido en 1913, en el que Unamuno apuntará: “Y si las piezas de ajedrez tuviesen consciencia, es fácil que se atribuyeran albedrío en sus movimientos”.
Este pensamiento le surge cuando analiza la conducta humana, al tiempo de sostener que las personas no se avienen a ignorar los móviles de las conductas propias; por lo que siempre podrá recurrirse a justificaciones que hagan aparecer como lógicas los distintos comportamientos. Al respecto apuntará que en todo hombre: “…pues que la vida es sueño, busca razones de su conducta”.
En la prestigiosa y popular revista argentina Caras y Caretas, en su Nº 1249 del 9 de septiembre de 1922 (se la puede consultar en el siguiente link), se publica una nota titulada Los obispos del ajedrez (pág. 66) en la que Unamuno desentraña la etiología de las piezas, poniendo el acento del análisis en la figura del alfil.
Bishop (obispo) en inglés, fou (loco) en francés, laufer (corredor) en alemán, el alfil del español, heredero del oriental elefante, parecen no tener comunes denominadores. Con todo, se ocupará del tema.
Por ejemplo dirá que, al estar siempre en el mismo color, esa característica de la pieza es compartida con los monomaníacos y melancólicos; y que esa cualidad es más bien episcopal donde, sólo lo supone, hay obispos blancos y negros.
En tren de analizar la etimología de las palabras Unamuno dice que, en español, el verbo matar, proviene del ajedrez, de su figura del mate. Y recuerda que jaque deriva del nombre que en persa se le da al rey por lo que, así lo recalca, decir jaque y decir rey sería una misma cosa.
Analizando uno a uno los trebejos, sobre la reina Unamuno hará una especial consideración: “Que si en Inglaterra se dice que la Constitución inglesa lo puede todo menos hacer de un varón mujer y viceversa, en el ajedrez se hace de un peón una reina”.
Del rey asegurará que, no pudiendo pasar de una casilla, tampoco podrá “salirse de sus casillas”. A los peones por su parte los define como alabarderos o guardias de corps.
Ya en esta nota se lo ve a Unamuno ir tomando distancias del ajedrez. Por un lado, asegura que es mucho decir que con el juego se aprenda estrategia. Por el otro recuerda esa remanida frase de su cosecha: “…para juego es demasiado y para estudio muy poco”. Para más, con ecos de Poe (que privilegiaba las damas sobre el ajedrez), afirmará que más entretenido es el tresillo, un juego de barajas. Por alguna extraña asociación agrega que la carta de la sota le recuerda a la pieza del alfil.
Algo risueñamente terminará su relato diciendo: “…eso de que una reina se coma a un obispo es cosa grave. Aunque es más grave que un obispo se coma a una reina. Y puede suceder”.
En 1931 publicará Vida de don Quijote y Sancho obra en la cual, como al pasar, no reservará una crítica al juego, al exponer: “Esa cobardía lleva a muchos a la erudición, adormidera de desasosiegos del espíritu u ocupación de la pereza espiritual; algo así como el juego del ajedrez”. Las cobardías que tanto le preocupaban a Unamuno eran las de no afrontar los eternos problemas; las de escarbar en el corazón; las de hurgar en las inquietudes íntimas de las entrañas eternas.
Las primeras menciones que hace Unamuno al ajedrez en el género de ficción, también son de 1895. En efecto, en la novela Paz en la guerra, al hablar de un personaje llamado Francisco Zabalbide, un joven muy estudioso que desde época temprana había abrazado la fe, comienza sin embargo a racionalizar acerca de ella. En ese contexto aseverará: “…como un niño con un juguete nuevo dióse a jugar con su razón, poniéndose a inventar teorías filosóficas, pueriles y simétricas ordenaciones de conceptos, como resoluciones de problemas de ajedrez”.  
Otro personaje se caracterizaba por sostener que todos tienen razón y que nadie a la vez la tiene; por lo que: “…lo mismo se le daba de blancos que de negros, que se movían en sus casillas como las piezas del ajedrez, movidos por jugadores invisibles; que él no era carlista, ni liberal, ni monárquico, ni republicano, y que lo era todo”.
La trama de este relato, ubicado en el sitio de Bilbao durante la Tercera Guerra Carlista (1873-4), y la lucha entre liberales y conservadores, podía mostrar batallas en las que: “Aquello no era lo soñado; no guerreaban ellos, les hacían guerrear los jefes, jugando con sus soldados al ajedrez”. Como siempre, más arriba, entre bambalinas, siempre hay otros, más poderosos, dirigiendo los destinos del juego.
En su novela Niebla, un capo lavoro que es de 1914, se ve a su protagonista central, Augusto Pérez, un joven rico e infelizmente enamorado de la muy independiente Eugenia, que juega al ajedrez con su amigo Víctor (quizás el alter ego del propio Unamuno en el relato).
En ese contexto, se dará un adecuado marco para las confidencias: “Augusto avanzó dos casillas el peón del rey, y en vez de tararear como otras veces trozos de ópera, se quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad de mi vida, dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla, lucharemos! Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez y, sin embargo, ¡qué nebuloso, qué fortuito después de todo! ¿No será la lógica también algo fortuito, algo azaroso? Y esa aparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico? ¿No obedecerá a un ajedrez divino?» —Pero, hombre —le interrumpió Víctor—, ¿no quedamos en que no sirve volver atrás la jugada? ¡Pieza tocada, pieza jugada! —En eso quedamos, sí. —Pues si haces eso te como gratis ese alfil.—Es verdad, es verdad; me había distraí
do. —Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada. —¡Vamos, sí, lo irreparable! —Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo de este juego. «¿Y por qué no ha de distraerse uno en el juego? —se decía Augusto—. ¿Es o no es un juego la vida? ¿Y por qué no ha de servir volver atrás las jugadas? ¡Esto es la lógica! Acaso esté ya la carta en manos de Eugenia. ¡Alea jacta est! A lo hecho, pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y ayer, de quién es? ¿De quién es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes! ¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!» —¡Jaque! —volvió a interrumpirle Víctor. —Es verdad, es verdad… veamos… Pero ¿cómo he dejado que las cosas lleguen a este punto? —Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no fueses tan distraído serías uno de nuestros primeros jugadores. —Pero, ditme, Víctor, ¿la vida es juego o es distracción? —Es que el juego no es sino distracción. —Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro? —Hombre, de jugar, jugar bien. —¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien y qué jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas piezas de otro modo que como las movemos? —Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has enseñado…”.
Como se aprecia, estamos en presencia de un riquísimo parlamento en el que el ajedrez le permite a Unamuno hacer relevantes reflexiones sobre la posibilidad de que la lógica responda al azar y la necesidad de hacerse cargo de las propias decisiones (por aquello de “pieza tocada, pieza jugada”).
Es de advertir que Unamuno, que sabemos había antes desmerecido en su ensayo las posibilidades educativas del ajedrez, las hace renacer ahora, y con toda fuerza, en este pasaje de su gran novela.
NUESTRO CIRCULO
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