Hoy te entregamos Nuestro Círculo Nº 755, “Miguel de Unamuno y el ajedrez”.
Cordialmente
Arqto. Roberto Pagura, arquitectopagura@gmail.com
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Nuestro
Círculo
Año 16 Nº
755 Semanario
de Ajedrez 4 de febrero de 2017
MIGUEL DE UNAMUNO
Y EL AJEDREZ
Por Sergio E. Negri.
El
juego lo cautivó claramente en su infancia y adolescencia (en su biblioteca
personal que se halla en su Casa Museo de Salamanca se conserva un curso de
ajedrez del excampeón mundial, Enmanuel Lasker y una suscripción a la revista
Ajedrez español) pero, cuando temió que se transformara en una obsesión, sabría
tomar demasiadas distancias en una fase ulterior y, en esa etapa de su
existencia, comenzó a hacerle furibundas críticas a una actividad que tanto
antes lo había conmovido.
De
esta postrera mirada, puede verse en un texto publicado originalmente en el
diario La Nación de Buenos Aires el 2 de julio de 1910 (luego incluido en su
libro de ensayos Contra esto y aquello que es de 1912), titulado precisamente
Sobre el ajedrez, donde fijará postura en el asunto.
Unamuno,
escribió esas líneas al tomar conocimiento de una carta que, en el año del Centenario
de la República Argentina, José Pérez Mendoza, presidente del Club Argentino de
Ajedrez y notorio historiador y mecenas del juego, dirige a Enrique de Vedia,
director del Colegio Nacional de Buenos Aires (asociado a aquella entidad señera),
pidiéndole la introducción del ajedrez en los colegios. El español se manifestó
contrariado con esa posibilidad.
En
la nota en cuestión, comienza hablando de su vinculación con el ajedrez.
Situando las cosas en una aldea de Guernica, comenzará diciendo: “Nunca olvidaré
–me contaba una vez un cura de aldea, socarrón y malicioso-, nunca olvidaré mi
primera visita a un pueblo ´civilizado´…me llevó al Casino…Empecé a recorrerlo,
encogido y medroso, y hubo de llamarme la atención un grupo de cuatro personas,
agrupadas en silencio en torno a una mesita y sin levantar sus cabezas de
ella. Su mutismo y su recogimiento
atrajeron mi atención. Me acerqué al grupo y el romperse el silencio para que
uno de los cuatro caballeros exclamara: ´¡Si hace usted eso, le como el caballo!´,
y otro le replicó: ´en ese caso, le comeré yo la torre´. Estas palabras me transformaron:
¡Un señor que dice va a comerse un caballo, y otro que le explica que comerá
una torre! Me aparté de allí, no sin cierto temor…Tal fue mi primera impresión
de lo que es una sociedad civilizada…”.
A
partir de allí, y así lo habrá de reconocer, Unamuno caerá “bajo la seducción
de la mansa e inofensiva locura del ajedrecismo” por lo que, durante sus años de
carrera en Madrid, habrá domingos en los que invertirá más de de diez horas en
jugar al ajedrez por lo que, en su perspectiva “Este juego, en efecto, llegó a
constituir para mí un vicio, un verdadero vicio…”.
Unamuno
se felicita a sí mismo por ser un hombre de recia voluntad, por lo que le
agradece a Dios haber podido apartarse de este vicio en el que se había
convertido el ajedrez el que pasó, a parir de ese alejamiento, a desplegar en
forma intermitente. Es que siempre, y pese a jugarlo bien, tuvo presente el
aforismo que dice: “…el ajedrez, para juego, es demasiado, y para estudio
demasiado poco”.
Sobre
la misiva de Pérez Mendoza premencionada, en principio parece igualmente
valorarla, ya que asegurará: “La carta honra a quien la ha escrito, pues que demuestra
cuán en serio toma su ajedrez, y siempre es digno de todo respeto y de todo
elogio el que toma algo en serio, y más en días que
corremos.
Y el que se toma muy en serio un juego, un deporte, es una enseñanza, una
advertencia y un reproche para tantos como hay que toman en juego las cosas más
serias”.
Sin
embargo, pasa sin solución de continuidad a cuestionar duramente la propuesta
que en ella se contiene. En una muestra que parece ser de fina ironía, se
dirigirá a su interlocutor en estos términos: “…usted, que es educacionista y
por ende ajedrecista”; y, apelando a su propia experiencia personal, agregará:
“Eso de que un educacionista tenga que ser ajedrecista, la verdad, no acabo de
comprenderlo. Yo que, como he dicho, fui ajedrecista y hasta maniático del
ajedrez en mi juventud, no veo las relaciones entre el juego de ajedrez y la
pedagogía. Pensaré en ello, sin embargo. Aunque por ahora, temo tratar a mis
alumnos y discípulos como peones, alfiles, caballos y torres de ajedrez”.
En
cuanto a la hipótesis frecuentemente esgrimida de que el ajedrez alienta la
caballerosidad, plantea un gran reparo: opina que ello no se da por la vigencia
de un sentimiento no necesariamente virtuoso: el del “amor propio”. Sobre el
punto aclarará: “…he presenciado disputas muy agrias ocasionadas por el
ajedrez. Y se comprende. Como los dos jugadores juegan con los mismos
elementos, dispuestos del mismo modo, no cabe atribuir al acaso la derrota. El
que pierde, pierde porque se descuidó más que el otro, no porque juega menos
que él. Y así sucede que en ningún juego se interesa más el amor propio que en
el ajedrez…Es muy caballeresco este juego, sí, pero llega a engendrar
verdaderas antipatías, así como engendra simpatías. El amor propio queda muy al
descubierto en él, y lo más educativo que tiene es el enseñarnos a dominarlo…”.
En
lo relacionado a su contribución a la cultura, tampoco será complaciente: es
que verá un conflicto entre juego y sociabilidad ya que: “En mi época de
ajedrecimanía solía yo jugar con un ancianito que no parecía vivir sino para el
ajedrez. Todas las tardes me pasaba dos o tres horas jugando con él. Y jamás
supe sino su nombre….Dos hombres pueden pensar y sentir del modo más opuesto,
ser en el fondo incompatibles el uno con el otro, y juntarse a jugar al
ajedrez…Un club ajedrecista es lo más opuesto a una iglesia cualquiera, a un
centro de comunión espiritual. El ajedrez puede llegar a ser uno de los medios
de juntarse las personas sin comprometer en esta junta sus almas”.
Por
último, sobre el clásico razonamiento en cuanto a que el ajedrez contribuye a
la inteligencia, lo pone también en duda, siguiendo para ello los argumentos
del escritor norteamericano Poe cuando, en su cuento Los asesinos de la Rue de
la Morgue se distingue la diferencia entre calcular y analizar, no asignándole al ajedrez más que
un valor vinculado a la primera de esas acciones (ver Edgar Allan Poe y su
diatriba que enriqueció al ajedrez).
Unamuno,
parece reconocerle a un juego que tanto había amado, sólo su aporte a la
psicología práctica, en la constatación de que en él se dan todos los perfiles posibles: “Uno
juega por jugar, otro por inventar jugadas, otro para ganar, uno se distrae,
otro cuenta con las distracciones ajenas, éste charla para confundir a su
adversario y engañarle, aquél parece atender a un lado del tablero cuando en
realidad se fija en otro…”.
Esa
supuesta detectada cualidad, por la forma en que es descripta, tampoco
significa por cierto un gran elogio al ajedrez habida cuenta del sarcasmo con
que se presenta el argumento. Y esa idea se termina de redondear cuando aclara
que, esa clase de perfiles psicológicos, también pueden ser advertidos a partir
de la observación del comportamiento de los participantes en juegos de naipe.
El
pensador español no deja de ver en el ajedrez comunes denominadores con los
juegos de baraja. A su juicio en aquél, si bien el cálculo está presente, no
está ausente el componente del azar: “Y lo que salva al ajedrez de ser una cosa
puramente mecánica es precisamente el elemento de azar que su complicación
misma lleva consigo: el poder contar con los descuidos del adversario. Pero es
indudable que hace falta más cálculo para idear el modo de dar mate…”.
En
otra comparación posible, que a lo largo de la historia se ha venido formulando,
la del ajedrez con las matemáticas, a criterio de Unamuno el juego sale del
todo desfavorecido: “El ajedrez tiene, sin duda, alguna de las ventajas, pero
tiene casi todos los inconvenientes de las matemáticas. Y yo no encomendaría un asunto delicado a un
puro matemático. Las matemáticas, dadas sin compensación ni contraveneno, son
funestísimas para el espíritu. Son como el arsénico, que en debida proporción
fortifica y en pasando de ella mata…He conocido muchos jugadores de ajedrez y
he jugado a su juego con muchos de ellos. Y debo declarar que la mayor pericia
en el juego no coincidía necesariamente con la mayor inteligencia… El ser un
coloso en el ajedrez, como un Philidor, un Morphy, un Steinitz, un Tchigorin…un
Lasker…, no prueba sino que se es un coloso en el ajedrez. En lo demás puede
ser coloso, ordinario o pigmeo”.
Si
el autor parece haber herido al ajedrez
gravemente, a partir de estos juicios de valor que comportan una clara
minusvaloración de su relevancia, es aún más inquietante con lo que sugiere en
el final de este trabajo donde llegar a creer vislumbrar cierto déficit en
España de talentos científicos, artísticos y literarios.
Unamuno,
que en esa nota de La Nación parece haber sabido despertar algunos de sus
fantasmas interiores, culminará diciendo: “…entre los nombres de los jugadores
famosos de los grandes maestros de ajedrez, figura un número de apellidos españoles
mayor que el que figura entre los nombres famosos en ciencias, artes y letras…Algo
se me ocurre a este respecto, pero al haber alargado ya lo bastante este
escrito, me impide, afortunadamente, el decirlo aquí. Tal vez es mejor para
callado”.
Además
de haber Unamuno caído en cierto momento de su existencia en las redes
pasionales del ajedrez, a lo largo de su vastísima obra literaria no dejaría de
aludir a un juego que, por lo visto, nunca le fue indiferente.
En
torno al casticismo, una serie de ensayos que son de 1895, hace sus primeras referencias al ajedrez. Al
cuestionar a los tradicionalistas mencionará: “Lo que les pasa es que el
presente les aturde, les confunde y marea, porque no está muerto, ni en letras
de molde, ni se deja agarrar como una osamenta, ni huele a polvo, ni lleva en
la espalda certificados. Viven en el presente como sonámbulos, desconociéndolo
e ignorándolo, calumniándolo y denigrándolo sin conocerlo, incapaces de
descifrarlo con alma serena. Aturdidos por el torbellino de lo inorgánico, de
lo que se revuelve sin órbita, no ven la armonía siempre `in fieri` de lo
eterno, porque el presente no se somete al tablero de ajedrez de su cabeza”.
Por
otro lado, más con angustia que con resignación, observará: “Los jóvenes mismos
envejecen, o más bien se avejentan en seguida, se formalizan, se acamellan,
encasillan y cuadriculan, y volviéndose correctos como un corcho pueden entrar
de peones en nuestro tablero de ajedrez, y si se conducen como buenos chicos
ascender a alfiles”.
En
el género teatral Unamuno debuta en 1898 con La esfinge, en uno de cuyos
parlamentos, en forma algo airada, uno de los personajes, refiriéndose a sí
misma, aclarará: “¡Eufemia no es una pieza de ajedrez!”.
En
1899, en otro trabajo ensayístico, titulado De la enseñanza superior en España,
Unamuno, al analizar la distribución de los programas de estudio por
asignaturas, a las que considera que conforman “una distribución ajedrezaica”
que mucho no lo complacían (ya que, a su juicio, no permiten a los estudiantes
sentir lo que es la ciencia), habrá de agregar: “…con toda esa escolástica
fomenta la pereza mental. Todo ello es una combinatoria para preparar un mate
en el tablero, porque la realidad es, según las asignaturas, un juego de
ajedrez”.
En
el mismo sentido abundará: “El que sea incapaz de hacer la ley y deshacerla, es
incapaz de interpretarla ni aplicarla con acierto.Los médicos sin fisiología —para
muchos de ellos no es ésta más que teoría— no son médicos; no son más que
curanderos, y curanderos que en realidad no curan. Ante un conjunto de síntomas
los barajan y combinan, acuden a su ajedrez para hacer el diagnóstico, y si no
dan con el encasillado en su tablero patológico, cosa perdida. Y así les pasa a
los ingenieros sin matemáticas, aunque con tablas y memoranda”.
Del
sentimiento trágico de la vida es un trabajo de tono filosófico aparecido en
1913, en el que Unamuno apuntará: “Y si las piezas de ajedrez tuviesen consciencia,
es fácil que se atribuyeran albedrío en sus movimientos”.
Este
pensamiento le surge cuando analiza la conducta humana, al tiempo de sostener
que las personas no se avienen a ignorar los móviles de las conductas propias;
por lo que siempre podrá recurrirse a justificaciones que hagan aparecer como
lógicas los distintos comportamientos. Al respecto apuntará que en todo hombre:
“…pues que la vida es sueño, busca razones de su conducta”.
En
la prestigiosa y popular revista argentina Caras y Caretas, en su Nº 1249 del 9
de septiembre de 1922 (se la puede consultar en el siguiente link), se publica
una nota titulada Los obispos del ajedrez (pág. 66) en la que Unamuno
desentraña la etiología de las piezas, poniendo el acento del análisis en la
figura del alfil.
Bishop
(obispo) en inglés, fou (loco) en francés, laufer (corredor) en alemán, el
alfil del español, heredero del oriental elefante, parecen no tener comunes
denominadores. Con todo, se ocupará del tema.
Por
ejemplo dirá que, al estar siempre en el mismo color, esa característica de la
pieza es compartida con los monomaníacos y melancólicos; y que esa cualidad es
más bien episcopal donde, sólo lo supone, hay obispos blancos y negros.
En
tren de analizar la etimología de las palabras Unamuno dice que, en español, el
verbo matar, proviene del ajedrez, de su figura del mate. Y recuerda que jaque
deriva del nombre que en persa se le da al rey por lo que, así lo recalca,
decir jaque y decir rey sería una misma cosa.
Analizando
uno a uno los trebejos, sobre la reina Unamuno hará una especial consideración:
“Que si en Inglaterra se dice que la Constitución inglesa lo puede todo menos
hacer de un varón mujer y viceversa, en el ajedrez se hace de un peón una
reina”.
Del
rey asegurará que, no pudiendo pasar de una casilla, tampoco podrá “salirse de
sus casillas”. A los peones por su parte los define como alabarderos o guardias
de corps.
Ya
en esta nota se lo ve a Unamuno ir tomando distancias del ajedrez. Por un lado,
asegura que es mucho decir que con el juego se aprenda estrategia. Por el otro
recuerda esa remanida frase de su cosecha: “…para juego es demasiado y para
estudio muy poco”. Para más, con ecos de Poe (que privilegiaba las damas sobre
el ajedrez), afirmará que más entretenido es el tresillo, un juego de barajas.
Por alguna extraña asociación agrega que la carta de la sota le recuerda a la
pieza del alfil.
Algo
risueñamente terminará su relato diciendo: “…eso de que una reina se coma a un
obispo es cosa grave. Aunque es más grave que un obispo se coma a una reina. Y
puede suceder”.
En
1931 publicará Vida de don Quijote y Sancho obra en la cual, como al pasar, no
reservará una crítica al juego, al exponer: “Esa cobardía lleva a muchos a la
erudición, adormidera de desasosiegos del espíritu u ocupación de la pereza
espiritual; algo así como el juego del ajedrez”. Las cobardías que tanto le
preocupaban a Unamuno eran las de no afrontar los eternos problemas; las de
escarbar en el corazón; las de hurgar en las inquietudes íntimas de las
entrañas eternas.
Las
primeras menciones que hace Unamuno al ajedrez en el género de ficción, también
son de 1895. En efecto, en la novela Paz en la guerra, al hablar de un
personaje llamado Francisco Zabalbide, un joven muy estudioso que desde época
temprana había abrazado la fe, comienza sin embargo a racionalizar acerca de
ella. En ese contexto aseverará: “…como un niño con un juguete nuevo dióse a
jugar con su razón, poniéndose a inventar teorías filosóficas, pueriles y
simétricas ordenaciones de conceptos, como resoluciones de problemas de
ajedrez”.
Otro
personaje se caracterizaba por sostener que todos tienen razón y que nadie a la
vez la tiene; por lo que: “…lo mismo se le daba de blancos que de negros, que
se movían en sus casillas como las piezas del ajedrez, movidos por jugadores
invisibles; que él no era carlista, ni liberal, ni monárquico, ni republicano,
y que lo era todo”.
La
trama de este relato, ubicado en el sitio de Bilbao durante la Tercera Guerra
Carlista (1873-4), y la lucha entre liberales y conservadores, podía mostrar
batallas en las que: “Aquello no era lo soñado; no guerreaban ellos, les hacían
guerrear los jefes, jugando con sus soldados al ajedrez”. Como siempre, más
arriba, entre bambalinas, siempre hay otros, más poderosos, dirigiendo los
destinos del juego.
En
su novela Niebla, un capo lavoro que es de 1914, se ve a su protagonista
central, Augusto Pérez, un joven rico e infelizmente enamorado de la muy
independiente Eugenia, que juega al ajedrez con su amigo Víctor (quizás el
alter ego del propio Unamuno en el relato).
En
ese contexto, se dará un adecuado marco para las confidencias: “Augusto avanzó
dos casillas el peón del rey, y en vez de tararear como otras veces trozos de
ópera, se quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad
de mi vida, dulce resplandor de estrellas mellizas en la niebla, lucharemos!
Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez y, sin embargo, ¡qué nebuloso, qué
fortuito después de todo! ¿No será la lógica también algo fortuito, algo
azaroso? Y esa aparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico? ¿No obedecerá a
un ajedrez divino?» —Pero, hombre —le interrumpió Víctor—, ¿no quedamos en que
no sirve volver atrás la jugada? ¡Pieza tocada, pieza jugada! —En eso quedamos,
sí. —Pues si haces eso te como gratis ese alfil.—Es verdad, es verdad; me había
distraí
do.
—Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza
tocada, pieza jugada. —¡Vamos, sí, lo irreparable! —Así debe ser. Y en ello
consiste lo educativo de este juego. «¿Y por qué no ha de distraerse uno en el
juego? —se decía Augusto—. ¿Es o no es un juego la vida? ¿Y por qué no ha de
servir volver atrás las jugadas? ¡Esto es la lógica! Acaso esté ya la carta en
manos de Eugenia. ¡Alea jacta est! A lo hecho, pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de
Dios! ¿Y ayer, de quién es? ¿De quién es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los
fuertes! ¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!» —¡Jaque! —volvió a
interrumpirle Víctor. —Es verdad, es verdad… veamos… Pero ¿cómo he dejado que las
cosas lleguen a este punto? —Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no
fueses tan distraído serías uno de nuestros primeros jugadores. —Pero, ditme,
Víctor, ¿la vida es juego o es distracción? —Es que el juego no es sino
distracción. —Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro? —Hombre,
de jugar, jugar bien. —¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien y qué
jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas piezas de otro modo que como las
movemos? —Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has
enseñado…”.
Como
se aprecia, estamos en presencia de un riquísimo parlamento en el que el
ajedrez le permite a Unamuno hacer relevantes reflexiones sobre la posibilidad
de que la lógica responda al azar y la necesidad de hacerse cargo de las
propias decisiones (por aquello de “pieza tocada, pieza jugada”).
Es
de advertir que Unamuno, que sabemos había antes desmerecido en su ensayo las
posibilidades educativas del ajedrez, las hace renacer ahora, y con toda
fuerza, en este pasaje de su gran novela.
NUESTRO CIRCULO
Director: Arqto.Roberto
Pagura
(54-11)
4958-5808 Yatay 120 8ºD
1184.Buenos
Aires - Argentina
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