POR MARIANO SIGMAN
Además de un deporte, un arte y una lucha política, el ajedrez es un laboratorio de psicología experimental. O, como dice el autor de esta nota, un terreno para entender cómo pensamos, cómo decidimos, cómo intuimos, tememos, creamos y, también, cómo agredimos.
El ajedrez se juega en las plazas de todos los pueblos en China con elefantes que no cruzan el río que divide las dos mitades del tablero. Se juega en Japón con lanceros, campesinos y generales; soldados traicioneros que se suman al ejército oponente una vez capturados. Y el ajedrez moderno, con elefantes devenidos en alfiles, se juega en colegios del Gran Buenos Aires, en bares de Amsterdam, cafés en París, clubes en Manhattan y plazas de Azerbaiyán. El ajedrez de alta competición lo domina un noruego (Carlsen), un indio (Anand), un ruso (Kramnkik), un búlgaro (Topalov) y un armenio (Aronian). Y en el mundo sin fronteras de Internet, al ritmo frenético y tremendamente adictivo del blitz , unas diez millones de personas movemos piezas en partidas jugadas con apenas pocos segundos por jugada para completar la partida en menos de tres minutos.
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